A 70 años de la Copa Perón
Nicolas Zadubiec
23 de abril de 2025

Entre los últimos días del invierno y el comienzo de la primavera de 1955, grupos civiles y castrenses impulsaron la destitución de Juan Domingo Perón, que había comenzado su segundo mandato hacia mediados de 1952, tras triunfar con indudable holgura en las elecciones acontecidas en las postrimerías del año anterior, sacándole a su competidor directo, Ricardo Balbín, más de un 30% de diferencia. Este acto, el punto de partida de un proceso que sus participantes directos y defensores más o menos férreos llamaron una “revolución libertadora”, dio inicio a un régimen dictatorial que rápidamente mostró una profunda incompetencia y debilidad, en parte por sus contradicciones internas. Si observamos atentamente a quienes promovieron el golpe, había una división insoluble: los nacionalistas y católicos, agrupados en torno al general Eduardo Lonardi, que consideraban rescatables ciertos aspectos del orden político depuesto, y aquellos más vinculados a ideas liberales, posicionados en un antiperonismo extremo, que insistían en la necesidad de borrar de una vez y para siempre todo rastro de la experiencia desplegada entre 1946 y 1955. En la sucesión presidencial de facto ulterior queda reflejada dicha disconformidad: tras 51 días en la presidencia, Lonardi, por un golpe palaciego que hizo evidente su endeblez política, dejó el poder para que asumiera Pedro Eugenio Aramburu, presidente hasta el final de la dictadura, en mayo de 1958. Este último representaba los lineamientos del grupo más ferozmente antiperonista.
Durante la presidencia de Aramburu se oficializa uno de los rasgos característicos de aquellos años: la prohibición “de elementos de afirmación ideológica o de propaganda peronista”. Por dicho decreto-ley, firmado el 5 de marzo de 1956, queda proscripta, a lo largo y ancho del país, la utilización de imágenes, símbolos, signos, expresiones y doctrinas vinculadas con el movimiento peronista. Según la normativa, “se considerará especialmente violatorio el uso de fotografías, retratos y esculturas de los funcionarios peronistas o sus parientes, así como escudos, banderas peronistas y el nombre propio del anterior presidente”. Se trata de una medida que, puesta en práctica desde 1955, tuvo un impacto sustancial en la cultura, en las formas de socialización y un sinfín de aspectos vinculados de maneras distintas con la cotidianeidad: desde la derogación de la “Constitución Justicialista” de 1949, la prohibición de “Los muchachos peronistas” y de los libros que durante los años previos fueron utilizados en los ámbitos educativos, hasta persecuciones a deportistas que simpatizaban con el gobierno depuesto (el fondista Osvaldo Suárez, la tenista Mary Terán de Weiss, el campeón sudamericano de bochas Roque Juárez y el hábil esgrimista Fulvio Galimi son algunos ejemplos) y la eliminación de las denominaciones partidarias (“Perón”, “Eva Perón”, etc.) de calles, ciudades, plazas, instituciones diversas… y copas de fútbol. No es un dato menor que la dictadura ordenó la intervención de la AFA: el hombre puesto en la institución, Arturo Bullrich Cantilo, anuló muchas de las disposiciones puestas en práctica durante la etapa previa. Eso incluyó, entre otras cosas, el olvido intencional de la Copa Perón.
El caso de Lanús y la negación de la gloria futbolística por el gobierno de facto de 1955 guarda semejanzas con la Copa de la España Libre, disputada entre junio y julio de 1937, que ganó el hoy desaparecido Levante F. C. Se trata de una competición disputada en Valencia y Cataluña, regiones bajo autoridad republicana. Con el posterior triunfo de los sublevados antirrepublicanos, el gobierno de Francisco Franco desconoció al trofeo. En marzo de 2023, tras extensos debates (amañados en cuestiones políticas presentes, vinculadas con las ideas sobre la Segunda República Española y el franquismo), la Real Federación Española de Fútbol confirmó su validez.
Puesto en contexto, cuando nuestro querido club ganó la Copa Perón faltaban menos de dos meses para los feroces bombardeos que grupos sublevados de la Aviación Naval desplegaron en contra de la población reunida en Plaza de Mayo, simultáneos a un sinfín de combates callejeros en la ciudad, entre tropas rebeldes (junto a los temibles “Comandos Civiles”, grupos parapoliciales opositores) y tropas leales al gobierno. Es un hecho que la final del torneo, jugada en Avellaneda el lluvioso 24 de abril de 1955, se dio en un clima de profundas tensiones políticas: por entonces, ya estaban en marcha los entrenamientos de tiro e infantería impartidos secretamente por la Escuela de Marinería, pensando en la puesta en marcha de un movimiento ulterior en contra del gobierno. Asimismo, avanzaba el conflicto entre la Iglesia Católica y Perón: si por un lado aumentaba considerablemente la circulación de panfletos impugnando al gobierno, este suprimiría, pocos días después, las exenciones impositivas sobre toda institución religiosa. Junto a esto, el Congreso aprobó, en tiempo récord, la conformación de una convención que tratase una reforma constitucional, permitiendo la separación absoluta entre Iglesia y Estado.
Hoy en día, en tiempos en los que tienden a surgir exigencias de no mezclar fútbol y política, el justo reconocimiento de la gesta deportiva de 1955 por la AFA, revistiendo al título de un carácter oficial que por la coyuntura inmediata le fue durante mucho tiempo negado, es sin dudas una reparación: frente a esos jugadores, un equipo que contemporáneos de diferentes colores futbolísticos juzgaron “implacable”, y ante una memoria política que, infructuosamente, sin atender a los principios de la Constitución y los derechos humanos, intentó ser borrada.